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“Eramos jóvenes insoportables”

Fundador del movimiento de Arte Concreto Invención y referente del diseño a nivel internacional, Maldonado, radicado en el exterior desde mediados de los 50, vino a Buenos Aires para inaugurar una exposición de sus pinturas en el Museo Nacional de Bellas Artes (Libertador 1473). Allí se exponen piezas que realizó entre 1945 y 1954, y las que creó desde 2000, cuando retomó los pinceles después de 46 años. En paralelo, se exhibe una muestra sobre el diseño de la Escuela de Ulm, en Alemania, donde fue rector.

Por Judith Savloff

sobre la FIGURACION. “Actualmente respeto la representación como forma de convivencia, como una expresión humana más.”

Dice Tomás Maldonado: “Yo no soy sólo artista, ni diseñador, ni intelectual ni Don Juan”.

—¿Cómo le gusta definirse?

—Uno que tiene muchas facetas, generalmente vinculadas por la preocupación por la racionalidad, el rigor, la seriedad. Vea, en realidad, lo que quiero aclarar es que yo no soy un señor viejo que se dedica a pintar de nuevo por hobbie. Porque puede parecer extraño, pero en el fondo, desde mi óptica, se trata de discontinuidades en la continuidad: eso es lo que me trae de vuelta a pintar. Si la gente se fija en los problemas que desde siempre me han ocupado, la respuesta que le di acerca de por qué retomé los pinceles es más interesante.

De acuerdo. Maldonado (Buenos Aires, 1922) estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes entre 1936 y 1942, cuando junto con Alfredo Hlito, Claudio Girola y Jorge Brito, publicó Manifiesto de los cuatro jóvenes, contra el academicismo y los “filisteos” y “vanguardistas indignos” que avalaban los premios del Salón Nacional. A mediados de los 40, fue uno de los fundadores, el “teórico”, del movimiento de Arte Concreto Invención, que en su manifiesto decretaba el fin de “la era artística de la ficción representativa” y se pronunciaba “contra la nefasta polilla existencialista o romántica”, “los subpoetas de la pequeña llaga y del pequeño drama íntimo” y “todo arte de elites”, gritando con mayúsculas “NI BUSCAR NI ENCONTRAR: INVENTAR”. Con “júbilo” y sistematización.

Desde comienzos de los 50, se interesó por profesionalizar el diseño y la comunicación. En 1954, se mudó a Alemania, invitado como docente de la Escuela Superior de Diseño de Ulm (ver recuadro) y en 1969 se instaló en Italia. Desde entonces, entre otros libros, publicó El diseño y la vida social (1949), Max Bill (1955) y Reale e virtuales (1992). Promovió la creación de la carrera de Diseño Industrial en Milán y contribuyó a la formación de las vinculadas al diseño en Argentina, donde es Profesor Honorario y Doctor Honoris Causa.

Este diciembre viajó a Buenos Aires para la inauguración de Tomás Maldonado. Un itinerario, que reúne en el MNBA piezas conocidas, que pintó entre 1945 y 1954, y las que realiza desde el año 2000, cuando retomó los pinceles tras 46 años, hasta ahora inéditas. ¿Extrañaba? “No sé, dejé los cuadros, no la reflexión. Volví a pintar porque me gusta y tenía la sensación de que podía encarar problemas de los 40 con otra mentalidad. Ya no me interesa la componente utópica. Pintar es una revancha, en el sentido de retomar temas abiertos.”

—¿Qué buscó retomar?

—Las primeras obras son predominantemente grises porque me interesaban otros problemas. Quise retomar desde cuando empecé a usar en el color más que centrarme en la relación teórica entre fondo y figura.

—En sus últimos cuadros también apeló a títulos menos racionales, más lúdicos.

—Son irónicos. En los últimos años, muchas veces, cuando terminaba un cuadro, me reunía con mis amigos y nos preguntábamos: “¿Cómo lo llamamos?” Y alguno decía: “Es muy Joyce” y otro: “Esas son columnas troyanas de Roma”… No tienen valor descriptivo, pero identifican mejor a los cuadros.

—Uno lee sus textos de los 40 y piensa que nunca se hubiera atrevido a jugar con la pintura.

—No, no. Era un adolescente tremendamente aburrido.

—¿Sí? Parecía muy acalorada la discusión con la academia, los críticos, Spilimbergo, Berni y los otros pintores “sociales”.

—Nos reíamos, estábamos haciendo la gran provocación a la cultura argentina, completamente almidonada… Eramos jóvenes muy interesantes pero, al mismo tiempo, éramos terriblemente agresivos, insoportables y serios.

—¿Cuándo cree que empieza a aflojar?

—Aquella idea del monoteísmo artístico, el arte concreto que dominaría al mundo, el arte socialista del futuro, se ha abandonado y se ha entrado en un politeísmo. Muchas veces los marchands tratan de marcar la nueva tendencia, pero eso no tiene nada que ver con la realidad. Sucedió en todo, hasta en la moda. Hace cuarenta años se decía: “Ahora se viene la pollera corta”. Hoy, cada uno se viste como quiere.

—¿Se pudo reconciliar con la figuración?

—Vivimos una explosión extraordinaria de la representación creativa con las nuevas tecnologías. Piense en un film como Matrix… Pero no soy particularmente receptivo para las formas del arcaísmo, para lo nostalgioso, para las instalaciones que son dadaísmo. Respeto la representación como una expresión humana más.

—¿Cuál fue su batalla más dura: contra la figuración, a favor de la legitimación del diseño?

—Lo de los 40 sólo se comprende si uno trata de imaginarse cómo era la Argentina. Es decir, éramos la generación de la Segunda Guerra. El fascismo, la proliferación de dictaduras latinoamericanas, una oligarquía ciega y absurda y un arte, como ya le dije, almidonado, que tuvo algún mérito. Nos escribían con lápiz sobre los cuadros: “Concretos concretinos”. Pero nosotros intuimos que cerraba un mundo y empezaba otro. ¿Qué podíamos hacer a los veinte años? Imaginamos cosas fantásticas: un mundo sin guerra, sin racismo, con más justicia, y el arte como elemento de coagulación de esas ideas. Una utopía.

—¿Cuál es la principal relación entre diseño y arte?

—El diseño industrial es difícil de imaginar en países que no tienen una industria muy desarrollada. Entonces, para mí se trataba también de proponer un programa de modernización social. Pero no hay que confundirlos. En el concretismo, hay una reflexión sobre formas y colores que se puede utilizar para los productos. Pero el arte goza de autonomía respecto de lo funcional.